Nutriéndose de generaciones pasadas, las jóvenes propuestas provenientes del sur americano inciden en la confluencia del sonido añejo colisionando con la modernidad. Y lo hacen con acierto; como muestra, este chaval procedente del norte de Louisiana, cuyo único contacto con la realidad era manejarse entre caimanes y comida altamente especiada.
Su hoja promocional relata que sus inicios en la música fueron totalmente casuales, cuando cayó en sus manos un recopilatorio de David Bowie… en fin, son historias tratadas con el manto apadrinado por compañía discográfica preparando el asalto a las emisoras locales. Luego vino toda la interacción entre el propio Bowie y la influencia patente de Bob Dylan.
Kyle Craft es muy joven, con sobredosis de talento y una voz persistentemente aguda, incómoda en ocasiones, que lo sitúa en un contexto parecido al de Ezra Furman, otro glorioso ejemplo de sangre fresca en el rock norteamericano, Su disco de debut es un trabajo equilibrado en torno a esas dos influencias citadas anteriormente, pero con una clara identidad que huye de clasicismos o formalidades rancias o revivalistas,
Pero no por ello debemos escapar a la tentación comparativa con el binomio Dylan/Bowie. De alguna forma, aquel Bowie del HUNKY DORY (1971) fue un reflejo británico pre Glam del espíritu dylaniano, así que ahí está la clave.
La referencia de su procedencia se diluye en el momento en que se traslada con toda su tropa a Portland, la ciudad que acoge a mayor número de músicos de nueva propuesta hoy en día en todos los Estados Unidos.
El disco da comienzo con “Eye Of A Hurricane”, una alegoría a la indefinición, paraje acostumbrado en la nueva androginia adolescente, respaldada por un vídeo promocional fantástico, con historia, desarrollo y final chocante incluido. Desde el primer momento, el LP (doble vinilo, Cd sencillo), es una secuencia de canciones que se enlazan con el arquetípico sonido del rock de siempre, dos guitarras, bajo y batería, con escasas aplicaciones de teclados, aunque sí hay presencia de piano, retratando mitología voodoo del sur con estigmas de angustia teen que se baña de Glam de los 70 e inspiraciones pantanosas.
De forma autobiográfica, las canciones se suceden revisitando clásicos enfrentamientos generacionales, insospechada teología puesta en entredicho y, por encima de todo, guitarras que se entrecruzan creando un ambiente cargado de personajes literarios. La stripper en “Berlin” (nombre de la chica, no de la ciudad), el vampirismo romántico de las crónicas que escribió Anne Rice constatado en “Jane Beat The Reaper” o la emocionante “Pentecost”, otra presunción de huída del espiritualismo recalcitrante de los sureños.
Acústicas, teclas de piano y voces que parecen extraídas de las cintas del sótano, efluvios de The Band y la omnipresente voz quebrando la melodía en momentos como “Balmorhea”, asaltan el corazón del oyente dejándolo perplejo y anonadado ante tal desarrollo lírico.
No hay fisuras en este Lp, ninguna. En todo caso un complejo mundo interior que difícilmente va a poder igualar en su siguiente disco, pero eso es algo que no nos debe preocupar si analizamos el hecho de tener ante nosotros uno de los álbumes más esmerados del año, un disco rebosante de ingenuidad y acritud ante lo incierto del mundo moderno, pero cargado hasta la médula de melodías de alta inspiración, de canciones que impregnan nuestra sensibilidad y la transforman en algo hermoso y envolvente.
Más de Juan Vitoria en www.juanvitoria.com.