Aún estaba soñando cuando desperté junto al cadáver de Alice. Por eso me levanté sin asustarme. El sueño continuaba, sabía que podía controlarlo y despertar cuando me diera la gana. En algún momento llegaría el final.
Miré las sábanas empapadas de sangre, de sangre de Alice, como si se tratase de un cuadro expuesto en una galería de arte. Su cuerpo descuartizado formaba una extraña figura, parecida al símbolo de la paz que tan de moda se puso en los setenta. En el tocadiscos, un disco se había quedado encallado en aquella canción de Tom Waits que tantas veces había escuchado. «There was a murder in the red barn. Murder in the red barn… There was a murder in the red barn. Murder in the red barn… There was a murder in the …». La frase se repetía y se repetía a cada saltito de la aguja… No hice nada, lo dejé sonar. Me pareció una buena banda sonora para aquel sueño, aquel sueño que yo seguía manipulando a mi antojo.
Caminé por el pasillo hasta la cocina… Sus paredes también estaban manchadas de sangre, pequeñas gotitas que resbalaban lentamente hacia el fregadero… En la mesa encontré un hacha y una tabla de cortar, que había sido utilizada para descuartizar a Alice, era evidente.
Registré toda la casa concienzudamente, como hubiese hecho un detective en cualquier novela negra. En la bañera encontré el cuerpo de un hombre sumergido en estiércol. Sonreí. Me puse los guantes de trabajo y lo saqué de allí. Estaba completamente desnudo. Le limpié la cara con un trapo, pero su rostro no me resultaba familiar. Desayuné en mi sueño como si no pasara nada. En realidad me divertía aquella extraña pesadilla. ¿Qué significaba?
De repente escuché el canto del gallo.
Me puse el mono de trabajo dispuesto a lidiar con una nueva jornada en la granja. Guardé los restos de Alice en un saco, puse las sábanas en la lavadora y arrastre el cuerpo del hombre hacia el exterior. Cuando abrí la puerta, el sol ya asomaba tras las montañas. Hacía un día precioso. Buddy, mi perro pastor, me saludo agitando la cola y lamiéndome los pies, como siempre. Los cerdos intuyeron mi presencia y empezaron a gruñir demandando su comida. Seguí arrastrando el cuerpo de aquel desconocido hasta las cuadras y lo lancé a los cerdos, después hice lo mismo con los restos de Alice.
Miré el horizonte. Los campos de trigo estaban dispuestos para la cosecha y el granero, recién pintado de rojo, resplandecía como una casa de muñecas con los primeros rayos de sol.
Nunca desperté de aquel sueño.
Daniel Higiénico