A menudo el ser humano tiende a buscar características que lo diferencien del resto de especies que conviven con él en la tierra. Bueno, realmente, diría que el ser humano tiende a buscar diferencias que lo hagan sentirse superior al resto de especies. Y yo me pregunto si la capacidad de auto engañarse pensando que esa superioridad es posible no lo hace ya estúpidamente diferente al resto.
Con lo que no contaba el ser humano es con la música. Ese gran pegamento. “Qué es la música?”, me preguntaba siempre de niña el hermano mayor de mi madre, esperando que yo memorizara una definición perfectamente humana extraída de algún prestigioso diccionario. Yo respondía de carrerilla y de memoria, gracias a una ingeniosa melodía que me inventé, al puro estilo tablas de multiplicar, la definición que a mi tío contentaba. Pero si hoy tuviera que responder a esa pregunta, diría que la música es aquello inevitable.
Diría que es la parte invisible y que une a los seres. Pero pienso que no tan solo nos une a un nivel social, sino que nos da vida. Pienso férreamente que nos da vida literalmente, considerando música cualquier tipo de vibración o ritmo que produzca nuestro cuerpo. El corazón, por ejemplo. Nosotros, los humanos – y otros animales, por supuesto – vibramos necesariamente como mínimo al ritmo de nuestro corazón. Y me encanta pensar que por mucho que los ritmos se asemejen, cada uno de nosotros tiene su propio latir, y que esa música que emitimos involuntariamente también significa y que de manera inconsciente el resto puede percibir información sobre nosotros a partir de nuestra vibración. Entonces, en el hecho de estar vivos, hay ya implícito el hecho de sonar. Vamos por la vida sonando. Y sin querer. Vibrando nuestra verdad. Supongo que por eso estar en silencio nos conecta con nosotros mismos, porque literalmente nos estamos escuchando y es imposible mentir al otro. Me encanta imaginarnos como una caja de resonancia hecha de tripas y pellejo.
Pero, además de nuestro ritmo interno, ¿qué pasa con la música que provocamos intencionadamente? Es decir, ¿por qué tendemos a generar ritmos cuando somos pequeños? ¿Y por qué nuestras madres acuden a las nanas para tranquilizarnos? ¿Por qué cuesta menos memorizar cualquier cosa si es a partir de una melodía? Y, sobre todo, ¿cómo de manipulables son nuestras emociones a partir de la música? En cuanto a esta última cuestión, diría que completamente manipulables. La música es de los estímulos más impactantes que nuestro cerebro percibe y es capaz de reconocer y generar emociones concretas. Piensa en las bandas sonoras y en los efectos que se ponen en las escenas de cine para producir situaciones determinadas.
Llevo dos meses trabajando en un café teatro y veo una media de tres funciones de improvisación teatral por semana. Podría afirmar que la mayor parte del tiempo conduce más la escena el actor que está decidiendo la música que pone que los que están actuando en ese momento. Porque es la música la que decide hacia dónde va la situación. Y si no hay música, doble trabajo para el actor que está improvisando. A bote pronto, cualquiera de nosotros podría tararear una musiquita que generara miedo a los demás. O musiquita pastelona de violines para dos enamorados a punto de besarse. Y digo yo, ¿no estará este reconocimiento condicionado por la cultura que nos rodea? Pues bien, me alegra deciros que no. Parece ser que los bebés, a los tres días, ya reaccionan a la música – o eso afirma Eduard Punset – y también se han comprobado reacciones emocionales idénticas ante una misma melodía de individuos pertenecientes a culturas muy diversas. Volvemos, pues, a lo innato de la música. A la música como pegamento, como aquello invisible que nos une.
Solo se me ocurre terminar esta ida de olla advirtiéndoos: ¡ojo con las playlist de nuestros colaboradores! Seguro que tienen intenciones ocultas. Y si en algún momento os arrepentís de algo que habéis hecho, siempre podéis decir que fue porque escuchasteis alguna música que no debisteis escuchar; que vibrasteis en frecuencias nuevas; que no queríais y os obligaron a escuchar cierta canción; o que os pusieron vibraciones desconocidas en la bebida. Así que, queridos indios y salmones, solo os queda vibrar. Vibrad, vibrad… o estaréis perdidos.
Fantástico artículo, además comparto esa idea desde hace mucho tiempo. Eres increíble en todo lo que te propones y aunque eres polifacética, te veo como una reconocida periodista en un futuro no muy lejano.