Escribir era siempre escribir una carta a alguien,
y aquella noche eligió una tercera persona del singular,
porque singular era ella y su circunstancia.
Tocaba acordes incomprensibles y desalmados,
escupía letras quebradas autocompadeciéndose,
inventaba canciones grises y mentirosas.
Leía poemas suicidados en algún amor emborrachado.
Era una vida regada de incapacidad y desesperación,
era un querer y no poder, un no saber aprender a…
Era la triste sensación de un lamento indoloro sin lágrimas
que resistía ajeno a su causa onírica.
Su mundo no era capaz de conjugar dolor y amor en un mismo verbo;
pero confiaba, quería doler y sangrar tanto como amar y sanar.
Su sufrimiento deambulaba por otros campos.
Él (el sufrimiento) sólo esperaba una mínima ventaja…
Enfermedad del miedo a amar, y a no ser amado,
del recelo y el temor a la vulnerabilidad;
asfixia que ahogaba cualquier halo de enamoramiento
y apagaba la vela milenaria de la ternura.
Castigo de un dios maldito, un día adorado,
que le privaba de experimentar la belleza indescriptible del color rojo,
tan desconocido y a la vez ansiado en sus entrañas…
En sus manos estaba bajar la guardia y huir hacia delante,
permitir apenas un tímido cosquilleo que iluminara su insípida vida
y buscar el ritmo melódico de un corazón virgen, aún por explorar,
que despeinara la dramática paradoja de aquel amor latente y doliente.
La decisión era suya…,
y sólo de ella dependían todos los besos infinitos,
todos aquellos abrazos vagabundos…
(Para escuchar el audio del texto recitado haz click aquí)
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